por Julian Augusto Matezans
Esta es una de las notas mentales que uno hace cuando practica el hiperquinético zapping mediático. Les propongo lean y luego contrasten lo dicho.
Una de las nefastas imágenes conceptuales que emana la televisión en sus horarios más acudidos, es la de las historias de amor con traiciones. Las infidelidades son un cliché, un elemento indispensable para que, como en el resto de los programas, el espectador viva esa situación límite.
¿El problema radica en qué?; en que se naturaliza, se funde la realidad con la ficción, y con más peligro para los jóvenes, se adopta como situación que, al menos varias veces, debe pasar en la vida de cualquiera. Reniego de que se regalen esas situaciones de tal manera, tan a la ligera: donde por arte de la fotovelocidad no tarda un bloque en tener otra historia, otro estado de ánimo. Reniego de que se aliviane en los medios para convertirse en natural para la realidad.
En la vida, cuando hay amores profundos, no se puede apagar la tele y hacer que nada pasó, o esperar al otro capítulo para que el problema sea otro. En la vida la infidelidad provoca universalmente un desapego al amor, a eso que nos mantiene con ganas de seguir luchando con los sucesivos problemas, a eso que este mundo reprime para que el dinero tenga más libertad.
La tele naturaliza a mansalva. La obscenidad, el derroche, el arte de abrirse paso a los tiros, la broma al inocente, la muerte todos los días, la ridiculización del perdedor, la necesidad de inventarse necesidades, el consumismo, la propaganda agresiva, y ¡mucho más!.
La tele naturaliza porque proyecta en miles de cabezas lo peor del exterior. La tele nos dice: “en este mundo hay cualquier cosa menos amor”, así legítima, así prepara el terreno para la resignación.
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