por Mia R.
En el colectivo que tomaba de niña para ir a la escuela,
en la ventana del aula, un día de sol que se oscureció de repente ante los ojos de sus compañeros, futuros infames que lo ignoraban (ella lo sabía).
En el camino a casa, donde una ermita hacía las veces de receptáculo de fe y de circo sedentario.
En los paraísos de la vereda de la casa de sus abuelos, bajo un calor marrón que se atragantaba hasta oir el pitido salvador.
En las noches, en su cuarto iluminado precariamente, en las pilas de libros enfermantes y seductores.
En los menesteres de sus tías, en las puteadas de los vecinos.
En los saltos mortales hacia los brazos del gorila, en cada paso en la resaca de su espalda, en las garras suaves que la sostenían a diario.
En el aroma a invierno, en su color triste, en el sonido melancólico de la suavidad solitaria que dejaban sus padres.
En los harapos de los niños mendicantes de la otra cuadra, en el piloto hecho de bolsas de la señora desdentada.
En las risas de los poderosos.
En las bellezas adolescentes.
En cada instante donado a los otros.
En su despacho de lágrimas perfectas que elaboraba al atardecer, el atardecer de los murciélagos rosados.
En los primeros villanos, el primero diría ella, en los que le siguieron, en los que mataría luego.
En sus páginas blancas, todas escondidas con recelo.
En sus cabellos sanos, camuflados, lacios.
En la distancia prohibida, en la proximidad indeseada, en la lejanía anhelante.
En los años perdidos, sí esos que jamás llegaban y en los que el Caos se apoderó de ella.
En el ritual impune.
En sus bailes.
En su alcohol.
En su bondad.
En su rechazo y en su violencia, en su cuerpo, en sus manos, en los susurros de los que la aman, en los recuerdos de sus muertos, en las fotos reclamadas, en su cama repelente, en su sillón, obsequio de Morfeo.
En sus ojos, en sus dientes, en su lengua, en su última neurona.
En su sangre pero no en su alma.
(16122009)